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El cuento del viejo

El viejo inspira profundamente y sus narinas se abren perceptiblemente, interrumpe su narración y pasea la mirada brillante por la habitación, aguardando a que su audiencia —su nieta de cinco años— abra los ojos con sorpresa.

Los ojos de la niña, efectivamente, se abren reflejando en el negro azabache del iris el fuego de la chimenea. El viejo puede ver la danza rítmica de los duendes de las llamas reflejada en los ojos de su nieta y la escena le lleva a muchos años atrás, cuando el abuelo era el nieto, y el viejo era otro, y la vida aún se extendía ante sus pies como una alfombra mullida y llena de promesas que tenía que recorrer. Ahora la alfombra está vieja, maltratada por las sacudidas de la pala de mimbre que ha utilizado inmisericorde un malvado llamado Tiempo.

El viejo no añora el pasado, solamente le pesa. Le pesa en los párpados arrugados que se cierran como los pliegues de un fuelle, le pesa en el dolor constante de sus huesos, en el frío permanente que no se va nunca, en las manos retorcidas como sarmientos o en el bigote amarillento por la nicotina. La niña, dentro de su fascinación por el cuento del viejo, sonríe feliz y el viejo sonríe a su vez, mostrando los dientes. Ambos se regalan sonrisas, guiños y muecas.

El viejo sabe que eso es realmente la esencia misma de la vida: compartir estos momentos con la hija de su hija.

Le encantaría ser capaz de condensar en un beso o en un abrazo todo lo que ha vivido para trasmitírselo a su nieta, para ahorrarle sufrimientos y errores que él ya cometió.

Pero es imposible.

Los fantasmas del pasado del viejo nunca espantarán al presente irreverente y descuidado de la niña. No obstante, el viejo nota —siente— que su cuento deja un poso, aunque se incruste de manera inconsciente en lo más hondo del corazón de la niña, y perdurará para siempre. Y en algún momento, la niña necesitará evocarlo, recuperarlo como un tesoro perdido, para utilizarlo con sabiduría. Y la niña lo incluirá en su propio cuento, y se lo entregará a su propio nieto, y así, el viejo no morirá nunca del todo. Ni el abuelo del viejo. Ni el abuelo del abuelo del viejo.

El fuego, el mismo que nunca aplaca del todo el frío del viejo, hace crujir un tronco y la niña se gira para mirar la chimenea. La fascinación que ejerce el fuego sobre ella es atemporal, es la misma que hace mil años ejerció sobre otros niños que también deseaban escuchar cuentos contados por sus abuelos.

El viejo comprende en ese instante que realmente no necesita al fuego para combatir el frío. Que lo que calienta su interior es mucho más potente que una yesca y un pedernal —el viejo aún los utiliza— que prende una rama de un árbol. Lo que le conforta es el amor que su nieta le trasmite, el que ella le lanza a través de sus sonrisas.

El viento emite un lamento a través de las copas de los árboles del exterior y ambos escuchan su canción. Una canción helada que infunde cierto desasosiego al viejo. Es una canción que habla de muerte y de hambre, de guerra, de recuerdos descoloridos estampados en papel fotográfico con fechas de tinta azul.

Esas historias no se las cuenta a la niña, son historias de miedo, de discursos en la radio, de invierno, de vencedores y vencidos, de venganza. Historias que te agarran las tripas y te las retuercen hasta que te matan.

El viejo se encoje inconscientemente mientras trata de ahuyentar a los soldados fantasmales que asoman a su memoria con sus sonrisas quebradas.

La niña mira al viejo con cariño y  admiración —tiene al menos mil años, y no hay nadie tan viejo en el mundo—, mientras aguarda paciente a que vuelva de los recuerdos que oscurecen su mirada.

Lo que ella no sabe es que el viejo murió allí, —al menos una parte importante de él— en aquellas historias de miedo que nunca le contará.

El viejo pasa la lengua por sus labios resecos, tratando de diluir el amargor que el mal recuerdo deja en su boca.

Sonríe a su nieta y retoma su cuento. Un cuento hermoso, de héroes y heroínas, de luz y amor, de épica y valentía. El cuento que nunca vivió el viejo y siempre soñó vivir.

La niña escucha sin interrumpir y apoya su barbilla en las manos gordezuelas, absorbiendo cada palabra, cada exclamación, cada voz que falsea el viejo.

El viejo gesticula, extiende los brazos sobrevolando el Lago de Oro, aúlla como los lobos del bosque Perdido, y gruñe imitando al jabalí gigante que protege la entrada a la Cueva del Infinito.

El Bien vence al Mal.

El cuento termina.

La niña, a pesar de su corta edad, intuye —sabe— que este final es el más importante de todos los finales que haya escuchado o que escuchará jamás.

Sabe que su abuelo no le contará nunca otro cuento.

El viejo sonríe y se frota las manos arrugadas contra sus pantalones de pana, para dar un poco de calor a sus piernas doloridas.

Se levanta y no sabe si lo que cruje son sus huesos o la silla de enea, aunque no le importa.

La silla es un mueble tan viejo y sólido como el propio viejo, que ha crecido en aquella casa, con aquellos muebles.

Su mirada recorre con calma la habitación de paredes blancas y vacías. Por un momento el viejo ha vuelto a la infancia y es un niño que saborea el final feliz del cuento.

El viejo se agacha, besa a la niña en la frente y acaricia su cara con manos encallecidas. El tacto rugoso huele a humo y muchos años después, cada vez que la niña huela una chimenea, evocará el contacto de su cara con los dedos de su abuelo, y será un recuerdo hermoso, cálido y reconfortante.

—Buenas noches, mi vida. —Dice el viejo.

—Buenas noches. —Dice la niña.

Un rato después, cuando la casa está totalmente en silencio, y afuera el viento ya no interpreta su lúgubre melodía, la niña mira la oscuridad incompleta de su habitación, rota por la luz plateada de la luna que atraviesa las rendijas de la persiana de madera.

La niña no puede dormir.

No tiene ni sueño ni miedo.

Solamente espera.

Las vigas de madera del techo crujen y el viento sigue silbando fuera.

—Hola —saluda el viejo.

La niña no le ha visto entrar, de repente, estaba allí.

Ella sonríe y estira las manos para tocar la cara rasposa del viejo. Sus deditos rozan los surcos que los años han labrado en la piel.

—¿Te vas? —Pregunta la niña.

—Me voy.

—¿Tienes miedo?

—No. ¿Y tú?

—Tampoco.

—Te quiero.

—Yo también te quiero, abuelo.

El viejo se desvanece como polvo del camino y la niña vuelve a estar sola. Cierra los ojos y duerme sonriendo.

Por la mañana, la madre de la niña le toca el hombro y la zarandea suavemente. —Cariño, despierta.

La niña abre los ojos y enfrenta los de su madre, rojos y llorosos. La mujer tiene una expresión triste y dolorida.

La niña sabe, pero aguarda.

—El abuelo ha muerto cariño.

La niña mira a su madre tratando de decidir qué le dice. Finalmente opta por decirle la verdad.

—Lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Vino a despedirse.

La madre calla y se muerde el labio inferior, reteniendo el llanto. Aunque sabe que lo que le dice su hija es imposible, también sabe que no miente.

—¿Qué más te dijo el abuelo, mi vida?

—Nada. Pero yo sé dónde está.

—¿Dónde está? —Pregunta la madre, que finalmente pierde la batalla contra la pena y comienza a llora amargamente.

—En un lugar mejor —contesta la niña.

La madre abraza a la niña, aferrándose a su calor.

La niña habla por encima del hombro de su madre. —El abuelo me regaló un cuento.

(c) A. C. Caballero

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