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La paradoja del abuelo

Las paredes acolchadas ya no me agobian, ni siquiera la permanente ausencia de oscuridad, con esa luz blanca y fría que nunca se apaga. Ni el sonido de la mirilla cuando se asoman a observarme. Ni la comida insípida que parece papilla de bebé de color moco. Ni las duchas frías, que se suceden sin patrón temporal ni motivo aparente. 
No, ya estoy más que acostumbrado a todo eso.
Lo único que me inquieta – y supongo que debido a la medicación es una sensación que irá desapareciendo poco a poco de mi aletargado cerebro – es que nadie me cree.
Nadie cree que viajé al pasado para matar a mi abuelo.
Tuve que hacerlo.
Era un monstruo, un asesino terrible, un sociópata que llegaría a ser el  presidente del país más poderoso del mundo y que desencadenaría una guerra nuclear global.
La última guerra.
Por eso, cuando mi jefe, el Doctor Abrahams, desarrolló en el laboratorio la tecnología que hacía posible viajar en el tiempo, justo una semana antes de que estallara la guerra provocada por mi abuelo, supe lo que tenía que hacer.
Tomé la decisión.
Me subí a la “máquina del tiempo” (llamarla así es muy simplista, pero no voy a perderme en complicadas explicaciones científicas y tecnológicas), ajusté los controles al 25 de Septiembre de 2017 (luego explicaré el porqué de esa fecha), llegué a Denver, busqué a mi abuelo y le pegué un tiro en la nuca.
Es posible que al leer esto te preguntes “si mató a su abuelo, ¿cómo es posible que siga existiendo?”.
Es una buena pregunta.
Yo mismo me la hice justo en el instante posterior a que la cabeza de mi abuelo estallara como una sandía, llenándolo todo de sangre, sesos y trozos de cráneo.
Había asumido el sacrificio de mi propia existencia, estaba dispuesto a desaparecer para salvar al mundo.
Pero no, no desaparecí. No se abrieron los cielos. No se produjo un cataclismo.
Estoy seguro de que todo tiene que tener una explicación lógica.
Aunque claro, lo lógico es que si mi abuelo muriera antes de engendrar a mi padre, yo nunca fuera posible, es decir, John Harris, el brillante físico, no podría existir. Aunque con ello se crearía la famosa “paradoja del abuelo”, si yo no era posible ¿cómo iba a poder viajar en el tiempo a matar a mi propio abuelo para hacerme a mí mismo imposible?
Después de darle vueltas mucho tiempo – y tiempo es todo lo que tengo en este encierro acolchado - sólo se me ocurre una posibilidad: Sigo vivo porque esto es una realidad paralela, un universo paralelo surgido a partir de la muerte de mi abuelo. Mi “yo” es posible en ese universo, aunque claro, mi abuelo seguiría vivo y la Última Guerra que acabará con el mundo seguiría siendo posible. 
Tras mi vuelta traté de comprobar la razón de por qué yo seguía vivo y fui a visitar a mi padre – supuestamente él tampoco podría seguir existiendo en una realidad en la que mi abuelo nunca llegaría a ser su padre debido al asesinato que acababa de cometer en el pasado –, pero no llegué a encontrarle.
Me detuvieron antes.
Mi socio y compañero el Doctor Abrahams resultó no ser un buen amigo. Había denunciado el robo de “la máquina” y la utilización ilegal de alta tecnología de su propiedad.
Tampoco me ayudó mucho que yo tratara de contar a los policías que me interrogaban que había viajado en el tiempo y había matado a mi abuelo.
Tras cinco días de interrogatorios, dos evaluaciones psiquiátricas y multitud de pruebas psicológicas, me acabaron encerrando en lo que eufemísticamente se conoce como “Centro de Evaluación y Estudio”, es decir, un manicomio.
Por eso ahora estoy aquí, sentado en el suelo de mi celda blanca, sin ventanas, dibujando garabatos en la pared con estas ceras infantiles.
La mente es una herramienta maravillosa, aunque a veces te juegue malas pasadas. Por ejemplo, en ocasiones hay momentos en los que dudo de mi propia versión de la historia, incluso yo la cuestiono. ¿He viajado realmente en el tiempo? ¿He matado a mi propio abuelo? ¿No estaré mal de la cabeza y me lo habré imaginado todo?
Entonces trato de hacer memoria, de evocar “mi viaje” y los motivos que me impulsaron a hacerlo. 
Ayer traté que el celador que me trae la comida – la bazofia a la que llaman comida estos miserables – me contestara a tres simples preguntas.
—¿En qué año estamos? ¿Cómo se llama el presidente? ¿Ha estallado una Guerra Mundial?
Y solamente he conseguido que me mire con esa cara de idiota que tiene como si observara un mal bicho.
Ni siquiera se ha encogido de hombros. Ni un gesto, ni una sonrisa.
Un puto sirviente con uniforme blanco – en este sitio de mierda todo es blanco como la jodida nieve – que me mira con cara de póquer.
Siento ganas de destriparlo y estrangularle con sus propios intestinos, pero la mirada aviesa del guardia – ese si que no tiene pinta de idiota si no de asesino – que lo observa todo desde el umbral de mi celda, acariciando la culata de su pistola eléctrica, me hace desistir.
Nadie ha hablado conmigo desde que me han traído a este manicomio... mi noción del tiempo se rige por las veces que el celador mudo me trae la bandeja de la bazofia. Cuatro bandejas hacen un día completo. Llevo aquí ciento veinte bandejas, es decir, treinta días. Y el mundo no parece haberse evaporado en una nube tóxica provocada por las bombas que ha lanzado mi abuelo paterno. 
¿Seré presa de un delirio? ¿Lo habré imaginado todo? ¿Me llamo John Harris y soy nieto de Harper Harris o solamente soy un pirado? 
Recuerdo haber estudiado en el MIT, haber pertenecido a una hermandad, haber trabajado con Abrahams, el director de mi tesis, – ese viejo traidor – y haber viajado en el tiempo.
¿Cómo puedo probarlo?
Me siento en la esquina más alejada de la mirilla y le doy la espalda, mirando a la pared. Cojo mis ceras de colores y comienzo a enumerar hechos que creo ciertos:
Uno: El día treinta de Abril del año actual, es decir de 2080, me apodero de “la máquina” de Abrahams y me “desplazo” al 25 de Septiembre de 2017. Mi abuelo tiene 15 años.
Dos: “Aparezco” en mitad de un parque de Denver – Colorado – Estados Unidos de América (de momento).
Tres: Camuflo la máquina con el escudo de invisibilidad - ¿mola, verdad? - y me dirijo al colegio donde estudia mi abuelo – recordemos que está en secundaria -.
Cuatro: Localizo a mi abuelo – tengo una foto suya con esa edad - , lo abordo a la salida del colegio, me lo llevo a un callejón y le pego un tiro.
Cinco: Me piro echando leches.
Seis: Vuelvo a mi tiempo, salgo del laboratorio y me detiene la policía.
Siete: Acabo en este agujero.
Ocho: El mundo parece seguir funcionando. No ha habido guerra. 
Me miro las manos manchadas de rojo – parece sangre – y vuelvo a preguntarme ¿Realmente el mundo estaba al borde del apocalipsis termonuclear o me lo he inventado todo?
Pasan dos semanas más – o su equivalente de cincuenta y seis bandejas – y un doctor – lo reconozco porque lleva bata blanca encima de un traje impecable de Armani – me dirige las primeras palabras desde hace un mes y medio:
—Tienes visita.
Ni siquiera me molesto en fingir que me interesa y sigo tumbado en el camastro.
El doctor abandona mi celda y entra un anciano encorvado, calvo y arrugado. Viste elegantemente, con traje azul marino, camisa blanca y corbata a rayas rojas y azules.
Nos miramos en silencio durante al menos un minuto hasta que su voz – parecida al graznido de un cuervo – sale de su boca de labios finos.
—¿Cómo estás Jake?
Hace tanto tiempo que nadie me llama “Jake” que tardo una décima de segundo en procesar que el anciano me habla a mí.
—¿Quién es usted?
—¿No me reconoces?
—¿Solamente sabe hacer preguntas?
El anciano sonríe. No parece turbado o sorprendido por mi falta de reconocimiento. Cuando vuelve a hablar el graznido se ha suavizado un poco – ahora es como una puerta de hierro mal engrasada girando sobre sus goznes - .
—Soy el doctor Abrahams, tu jefe.
Casi sacudo la cabeza por la sorpresa, como un mal actor en una mala película de serie B.
Este hombre NO es el doctor Abrahams. Ni siquiera se le parece. Es un impostor.
—Usted no es Abrahams. —balbuceo, tratando de contraatacar, pero sigo prácticamente en shock.
—¿No? ¿Entonces qué hago aquí? ¿Cómo es posible que sepa que has utilizado “la máquina” en la que ambos hemos trabajado para viajar al pasado?
Me incorporo por completo y casi doy un salto de la cama.
—¡Dígaselo a ellos! ¡Dígaselo! ¡Explíqueles que la máquina existe! ¿Repita lo que acaba de decir! —mis palabras se apagan en un eco desagradable y la habitación blanca me parece opresiva, amenazante. La puerta blindada está cerrada “¿Cuándo la han cerrado?” pienso, aturdido.
El supuesto doctor Abrahams sonríe de manera siniestra. —No me creerían a mí tampoco.
—Mire. —trato de calmarme para no soltar palabras atropelladamente. Respiro despacio. —No se parece al doctor Abrahams que yo recordaba de hace unas semanas. Pero por algún extraño motivo sabe lo sucedido. No me importa quién sea usted, por favor, ayúdeme a salir de aquí.
—Hablaremos de eso más adelante... ahora, necesito que me digas qué crees que ha sucedido. ¿Ha funcionado?
—¿Qué? ¿Qué está diciendo? ¿Que si ha funcionado el qué?
—El propósito de tu viaje.
—No lo sé. Hice lo que tenía planeado hacer... —bajo la cabeza, confuso.
—¿Mataste a tu abuelo?
—Creo que sí. —susurro.
—¿Crees?
—Llevo encerrado muchas bandejas... 
—¿Bandejas?
—Olvídelo.
—Continúa, por favor. Decías que crees que has matado a tu abuelo.
—Sí.
—Pero entonces... ¿Cómo es que estás vivo? ¿No deberías desaparecer del universo si tu abuelo no engendró a tu padre y por lo tanto tu padre no nació y no pudo engendrarte a ti?
—No lo sé.
—¿Sabes cuál es el principio de la Navaja de Ockham? —pregunta el anciano, mientras entrelaza las manos a su espalda y comienza a caminar por la habitación.
—Sí. Aceptar entre varias hipótesis, la más simple que explique el fenómeno.
—Exacto. ¿Y en caso de que sea verdad que has viajado al pasado en mi máquina y has podido asesinar a tu abuelo cuál es la explicación más plausible para que sigas viviendo?
—¿Una realidad alternativa que ha sido creada a partir de mi viaje?
—¿Eso te parece una hipótesis simple?
—No. 
—Prueba otra.
—Nunca viajé al pasado. Me lo he imaginado todo.
—Eso es lo que te llevan diciendo más de un mes estos gilipollas... pero mi pregunta empezaba con la frase “en el caso de que sea verdad que has viajado al pasado...” , ¿lo recuerdas?
—No soy idiota. Tal vez esté loco, pero no soy idiota. Lo recuerdo.
—¿Entonces? ¿Qué nos queda?
Entrecierro los ojos y me pierdo en las arrugas que pliegan la piel alrededor de la cara de mi extraño visitante. Estudio su sonrisa cínica. Su porte encorvado y sin embargo elegante.
Respondo.
—Mi abuelo no era en realidad mi abuelo.
—¿Mataste a la persona equivocada? —pregunta sarcásticamente el anciano.
—No, no... me refiero a que no soy nieto de la persona que he creído mi abuelo todos estos años.
—Muy bien. De modo que el gran presidente de los Estados Unidos que nunca ha existido porque lo asesinaste cuando cumplió quince años se casó con una golfa que se la dio con queso, ¿es eso?
—Sí.
El anciano no puede reprimir una carcajada.
Le miro con cara de asco y en ese momento comprendo varias cosas.
No estoy loco.
He viajado al pasado.
He matado a mi abuelo.
He cambiado el futuro.
He evitado la guerra del fin del mundo.
Mi abuelo era un cornudo.
El sonido metálico de la mirilla hace que detenga mis reflexiones y me vuelva hacia la puerta cerrada.
Cuando vuelvo a mirar al anciano me encuentro la soledad de mi celda.
Aquí no hay nadie.
¿Lo habré imaginado también?

(c) A. C. Caballero

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