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La viajera

Tamara tenía los ojos cerrados e imaginaba que la luz amarillenta del foco que percibía a través de los párpados era la luz del Sol. Añoraba tanto su luz cálida y brillante, que a veces tenía ganas de llorar, había días en los que le resultaba más difícil soportar la oscuridad y la estrechez de la nave. La soledad no era un problema, pues prefería compartir consigo misma sus miedos y sus preocupaciones a tener que bregar con alguien más, seguramente un macho alfa, que tratara de imponerse. Claro que, por otro lado, un macho alfa que le proporcionara algo de placer físico no estaría mal, quizá era lo único, a parte del Sol, por supuesto, que echaba verdaderamente de menos: el sexo con un macho.
     Las hembras como ella estaban diseñadas para amar y ser amadas, mejor dicho, para dar placer y recibirlo, el amor no era más que un concepto obsoleto y abstracto.
     Su personalidad no había sido planeada para el amor.
     
Apretó un poco los labios y se maldijo por permitir que sus pensamientos derivasen en aquella estúpida dirección, tenía demasiadas obligaciones como para preocuparse por sandeces.
     Treinta y seis segundos para iniciar desacople.
     La voz de Diana tronó con sonido metálico a través de los altavoces sobresaltándola.
     Sabía que era un poco tonto bautizar con un nombre a la voz de la nave, pero no había podido evitarlo y desde el primer día la propia nave asumió casi con normalidad que su nueva controladora la llamara Diana.
     Tamara era demasiado humana para su propio gusto. Probablemente se debía a un exceso de compasión en el instante supremo en que su Creador le otorgó la vida.
     Mala suerte.
     No podía abstraerse a aquellos sentimientos infantiles que, al margen de convertirla en el centro de las burlas de sus compañeras de maduración, la hacían vulnerable.
     Tal y como había anunciado, a los treinta y seis segundos exactos, la nave –Diana– rugió e inició el desacople de la estación de paso. Transcurrirían trescientos setenta y cuatro días –más de medio ciclo, poco más de un año– antes de volver a acoplarse en la próxima estación. Situada a menos de dos saltos de las lunas de Alburia, si sus cálculos no fallaban.
     Inspiró y abrió los ojos. El triste sustituto del Sol iluminó sus iris plateados y su rostro del color del bronce pulido. Se incorporó perezosamente y estiró todos y cada uno de sus músculos como hacía cada día antes de comenzar a trabajar. El ejercicio le llevó unos minutos en los que fue listando mentalmente las tareas de la mañana.
     Comprobación de vectores.
     Linkado de los diez próximos saltos.
     Limpieza exterior de la escotilla R7. Esta tarea en particular la podía haber realizado mientras la nave estaba detenida en la estación, pero prefería pasear por el exterior cuando navegaba por el espacio. Era mucho más excitante.
     Dar de comer y beber a la pareja de sub humanos.
     Extraerse diez mililitros de sangre y comprobar la densidad y evolución de los parámetros de control.
     Repaso de las imágenes de las últimas diez horas.
     T
erminó los ejercicios y contempló su cuerpo perfecto y desnudo reflejado en el espejo de la cabina —el único lujo en toda la nave— y le agradó lo que vio. Sus curvas bien torneadas le conferían lo que un macho habría denominado belleza, sus pechos eran grandes y redondos, sus muslos firmes, su piel broncínea tersa y suave...
     Examinó escrutadoramente todos los rincones de su cuerpo y se sintió reconfortada al comprobar que aún no había signos de deterioro, aún viviría como mínimo otros cien ciclos sin necesidad de regeneración artificial.
     Quizá ciento cincuenta si permanecía ajena a la Guerra.
     Los humanos son estúpidos.
     No podía pensar en sí misma como una humana, a pesar de serlo casi por completo, cuando criticaba las acciones de sus cuasi congéneres. ¿Cuántas guerras habían estallado ya? Desde que ella fue creada, como mínimo una planetaria y dos regionales, aunque no estaba segura pues en la nave era difícil estar informada y no mezclar eventos y fechas.
     La red planetaria no llegaba tan lejos y además, los saltos reajustaban los sistemas de comunicación y no era extraño que se perdieran frecuencias para siempre.
     No le importaba.
     Ella había nacido para actuar, no para juzgar la historia de la Humanidad.
     A pesar de todo, su curiosidad era grande, otra característica genética innecesaria. ¿De qué servía ser curiosa? Bastaba con ser práctica, resolver problemas, reparar sistemas, predecir sucesos, reajustar potencias... eso debería ser suficiente. 
     Pero no lo era.
     Diana volvió a hablar.
     —¿Deseas que compruebe los vectores?
     —No —contestó irritada.
     —Como quieras —dijo Diana.
     Mierda. Me estoy retrasando.
     Comenzó a enfundarse el dermo-traje de goma moviendo la cabeza con fastidio, echó un rápido vistazo al espejo antes de salir de la cabina y cogió, con un movimiento brusco, el casco de cristal negro que colgaba de la pared.
     El pasillo —por llamar de alguna manera a aquel tubo por el que casi tenía que arrastrase– comunicaba la cabina con el almacén –un cuartucho para herramientas— y la plataforma, una habitación de dos por dos con una cúpula acristalada por la que se accedía al exterior.
     Entró en la plataforma y se metió en el vestidor vertical, una simple carcasa anatómica que le acoplaría el traje espacial. Introdujo la cabeza en el casco, pasó la muñeca por el sensor y el vestidor se cerró con un sonido sibilante. El traje comenzó a trenzarse perezosamente sobre su cuerpo, como si fuera algo vivo que la abrazara. A pesar de que el dermo-traje le protegía la piel, notaba el calor –—gracias a los dioses— que transmitía la armadura que se estaba ciñendo.
     Unos minutos después salió del vestidor totalmente protegida del frío glacial que le aguardaba en el exterior y con suministro prácticamente ilimitado de oxígeno, pues el traje tenía un sistema que recombinaba moléculas fabricando oxígeno a partir del CO2 que exhalaba, dio unos pasos sintiéndose torpe y pesada encaminándose hacia el cristal abovedado. En el exterior la única luz que se percibía era el de los focos de la nave que acababa de encender Diana. Inspiró profundamente y avanzó hacia la cúpula que daba al exterior. Su estructura sólida se disolvió al detectar su presencia —esencialmente la del traje activado— y el aire de la plataforma irrumpió en el vacío con un estruendo. Los potentes imanes de sus botas impidieron que fuera succionada hacia el vacío espacial por la corriente. Esperó unos segundos y continuó caminando, notando ya el progresivo y programado descenso de la fuerza de la gravedad de la nave.
     Cuando se deslizó flotando hacia el espacio infinito una amplia sonrisa se instaló en su cara. Tamara disfrutaba como una niña realizando paseos espaciales, la sensación de desorientación, donde arriba o abajo no existen, la levedad de sus movimientos, el descontrol de sus sentidos... era un estado de auténtico caos que le acercaba a algo parecido a la felicidad completa.
     —¿Has alterado el orden de las tareas? —Preguntó en su cabeza la voz de Diana. 
     La nave podía ser especialmente irritante cuando adoptaba aquella pose de suficiencia.
     —Sabes que sí. —Replicó Tamara— He decidido empezar por la limpieza de la escotilla. ¿Algún problema?
     —Ninguno. Tú mandas.
     —No te comuniques conmigo a no ser que sea imprescindible.
     No estaba dispuesta a que la nave le estropeara el paseo y rápidamente la apartó de su pensamiento centrándose en el magnífico espectáculo que veía. La distancia con la estación se agrandaba vertiginosamente y la estructura brillante comenzaba a convertirse en un punto de luz que se confundiría en pocos minutos con los cientos de estrellas visibles.
     Maravilloso, pensó mientras sonreía embelesada.
     El silencio en el vacío era absoluto y salvo su respiración acompasada y tranquila que resonaba dentro del traje era incapaz de percibir sonido alguno.
     Se desplazó con suavidad hacia la escotilla R7 y pulsó el estabilizador de su traje, lo que le permitió detenerse lentamente. El panel del grueso cristal estaba totalmente cubierto de escarcha ennegrecida que oscurecía la visión desde el interior de la nave. Frotó con la palma de su mano enguantada la suciedad y se desprendieron pequeños trocitos brillantes que danzaron caóticamente a su alrededor. Sacó del peto de tela adosado a su traje un pequeño artilugio que parecía una pistola con la boca ancha.

Apuntó hacia la escotilla y disparó provocando que la escarcha comenzara a derretirse en pocos segundos.

     Por el rabillo del ojo percibió un breve destello y apenas tuvo tiempo de almacenarlo en su cerebro cuando sintió un fuerte golpe en la espalda que la desplazó varios metros, haciéndola girar sin control.
     En un instante de confusión y pánico vio como se alejaba flotando de la nave y no parecía haber nada que pudiera evitarlo.
     Unos centímetros a su derecha vio algo.
     Uno de los cables de arrastre —pensó, mientras abría los brazos con furia tratando de alcanzarlo. Con su mano derecha consiguió agarrar con fuerza el cable aunque siguió alejándose mientras se desenrollaba.
     Los segundos se le hicieron eternos hasta que el cable se tensó y notó un fortísimo tirón al que se aferró con toda su alma. 
     La inercia de su impulso hizo que comenzara a orbitar agarrada al cable, alrededor de la nave.
     Poco a poco consiguió controlar el movimiento y ayudándose con el estabilizador y el cable del que tiraba consiguió avanzar hacia la nave centímetro a centímetro.
     Notaba la frente húmeda y fría debido al sudor que el acondicionador del traje había enfriado. Tenía los dientes apretados y resoplaba fruto del esfuerzo, pero lo consiguió, estaba a salvo, agarrada de nuevo a la solidez de la nave que avanzaba cómo si nada hubiese sucedido.
     ¿Qué diantres había pasado?
     Si una partícula espacial hubiera impactado contra su traje ahora tendría en la espalda un agujero del tamaño de una pelota de spaceball, no, eso quedaba descartado.

     —Diana, —dijo— ¿has registrado eso?
     —Si te refieres a si he visto como dabas vueltas y te alejabas de mí, sí, lo he registrado.
     —¿Qué ha ocurrido? —Preguntó.
     —Un objeto desconocido te ha golpeado.
     —¿Desconocido? ¿No has identificado su naturaleza?
     —No.
     Tamara esperó a que Diana aventurara alguna hipótesis pero el silencio se alargó durante unos segundos.
     —¿Diana? —Una idea irracional y estúpida comenzó a germinar en su cerebro.
     —¿Sí?
     —¿Estás enfadada conmigo?
     —Sabes que es absolutamente imposible que un sistema de Inteligencia Artificial demuestre sentimiento humano alguno.
     —Ya lo sé. No obstante —dijo Tamara mientras se impulsaba al interior de la nave—… ¿estás molesta? ¿sientes que no debes hablar conmigo?
     —No. Me limito a cumplir tus órdenes. Me dijiste literalmente que no me comunicara contigo a no ser que fuera imprescindible.
     Jodida computadora, pensó Tamara mientras se introducía en el vestidor para quitarse el traje.
     Cuando entró en la cabina de control de la nave, tenía el ceño fruncido y no paraba de darle vueltas a lo sucedido. Revisó los datos de registro de imágenes exteriores, no se apreciaba nada más que un extraño brillo que impactaba contra el traje provocando el accidente. Vio el video varias veces pero no llegó a ninguna conclusión y para colmo la nave se mostraba hosca con ella.
     Fantástico.
     El resto de la jornada transcurrió como siempre. Rutinariamente fueron cumpliéndose los pequeños hitos marcados y las tareas se completaron, aunque la escotilla R7 estaba limpia sólo a medias.
     Pasaría un tiempo antes de que volviera a salir a dar un paseo.
     Bostezó y se dispuso a acomodarse en la hamaca, leer un poco y dormir. Se quitó el uniforme rojo y se quedó en ropa interior. Cogió una pequeña pantalla y se tumbó boca arriba. Estaba cansada de releer las Memorias de Alburia, así que comenzó una nueva novela, algo ligera y trivial, escrita por un joven autor desconocido para ella. La trama resultó aburrida y previsible y a los pocos minutos se quedó dormida con el visor sobre su pecho, y comenzó a soñar.
     Durante ciclos se han producido encendidos debates metafísicos acerca de la existencia del alma de los clones. Hay eruditos que asocian la capacidad de soñar que todos acaban desarrollando como una prueba ineludible de que tienen alma, otros sin embargo abogan por que son seres sin alma situados en escalones espirituales evolutivos inferiores, casi a la altura de los animales. Inmune a estas discusiones, Tamara se sumergió en el mundo de los sueños como lo hacían todos los seres humanos desde que los dioses los diferenciaron de los simios, otorgándoles un alma inmortal.
     Se encontraba en un prado, o al menos lo que ella imaginaba por sus lecturas que era un prado, pues jamás había visto uno, desnuda, sentada con las piernas cruzadas y los ojos cerrados. Sentía la suave brisa primaveral como una caricia por todo su cuerpo. Podía oler el aroma de los jazmines y las rosas, escuchaba el transcurrir tranquilo de un arroyo cercano y cada vez se sentía más feliz. Sentía que aunque era ella, un matiz diferente en su ser le decía contradictoriamente que lo que estaba sintiendo era la vivencia de otra persona, de una mujer humana, nacida del vientre de una madre.
     En su sueño Tamara recordaba los momentos felices de una infancia que no podía ser la suya —inexistente— y notaba lágrimas de añoranza resbalar por sus mejillas.
     Abre los ojos le dijo la voz de su madre en su mente.
     No lo haré, porque los abriré y despertaré y no estaré en este prado, recordándote.
     Siempre fuiste una niña testaruda.

     Tamara sonrió en su sueño y en su hamaca.
     Te quiero, mamá.
     Yo también te quiero, hija mía.
     Abrió los ojos y comprendió que aunque era un clon más en una serie de ciento cincuenta, con micro-implantes de ADN, condicionamiento prenatal genético, filtrado de estímulos y potenciadores de hormonas y enzimas para prolongarle la vida durante siglos, ella era especial.
     Era única.
     Sintió el latido acompasado de su corazón con infinita tristeza y supo que en algún lugar del Universo otro latido gemelo bombeaba la vida en el cuerpo de una mujer idéntica a ella con la que compartía un trozo de alma.
     Podría decirse que Tamara era una copia muy especial de aquella mujer original que, y lo supo con certeza, también había soñado —recordado— aquel prado.
     ¿Qué me está pasando?
     Llevaba casi quince ciclos viviendo, y de ellos, dos viajando por el espacio en aquel artefacto tubular y angosto hecho de bioplástico y metal. En todo aquel tiempo se había enfrentado a violentas lluvias de meteoros, averías que la habían desviado de su rumbo millones de millas o que habían puesto en peligro su vida o la misión, pero nunca se había sentido tan sola ni tan desdichada.
     Se preguntó si no se trataría de una avería en su propio sistema biónico. Tal vez incluso aquella sensación de melancolía estaba relacionada con la extraña actitud de Diana.
     Giró la cabeza y miró el panel de control de la nave, sólo había dormido dos horas pero no tenía ganas de volver a hacerlo. Se levantó de un salto y se sentó frente al monitor del panel. Tecleó algunas frases inconexas sin propósito alguno:
     Nostalgia, avería, clon, tristeza, sueños, madre, nave.
     El cursor parpadeaba impaciente.
     Repentinamente apareció una frase no escrita por ella.
     ¿Qué buscas Tamara?
     Su corazón dio un vuelco, se quedó paralizada mirando la pantalla y sus manos inmóviles que reposaban en su regazo.
     ¿Qué quieres saber?
     Comprobó la frecuencia de la red global y constató que estaban atravesando una zona del Sistema Solar completamente aislada y sin posibilidad de comunicación exterior. Sólo podía ser Diana quién le estuviera escribiendo.
     ¿Diana? Escribió con dedos temblorosos.
     No me llamo Diana a pesar de tu insistencia en llamarme así.
     ¿Cómo te llamas?
     Tamara.
     Se quedó helada, aquello no tenía ningún sentido.
     Me llamo Tamara insistió la pantalla.
     Yo también me llamo Tamara escribió.
     No, tú no eres Tamara, tú eres una réplica, ni siquiera sientes tus propios sentimientos... todo es mentira, artificial, virtual... no tienes alma.
     Tamara dio un respingo, se separó bruscamente de la pantalla y provocó que el taburete con ruedas en el que estaba sentada rodara hasta tropezar con la pared. Se levantó asustada y se golpeó la cabeza contra un estante, haciendo que se tambalearan los libros.
     Furiosa consigo misma y su reacción comenzó a gritar.
     —¡¿Qué es lo que quieres Diana?! ¡¿Qué pretendes?!
     No me llamo Diana me llamo Tamara.
     —Te llamas como a mí se me antoje, ¡maldita chatarra!
     Tamara se frotó con enfado la zona de la cabeza donde se había golpeado y la notó húmeda. Se miró la mano, tenía sangre.
     —Mierda.
     Con fastidio se acercó al pequeño botiquín que había adosado en la pared. Trató de abrir la puerta de blanco metal pero estaba cerrada. Extrañada, pulsó el código en el teclado de la cerradura. Nada.
     —¿Qué pasa ahora?
     Se acercó al pequeño lavabo de cristal adosado a uno de los múltiples recodos de la habitación y pulsó el grifo de gas.
     No funcionaba.
     Apretó los dientes pero no dijo en voz alta lo que pensaba, volvió a empujar el taburete hasta la pantalla y se sentó de nuevo frente a ella. Trató de acceder a la gestión de los sistemas automáticos de suministro para establecerlos como manuales, pero le fue imposible conseguirlo, la mayor parte de la funcionalidad del sistema estaba bloqueada y le era inaccesible.
     Notó la espalda mojada con un sudor frío y sintió que le costaba respirar. Miró a su alrededor y se volvió a concentrar en la pantalla. Accedió a la consulta de niveles de suministro.
     Sistema de acondicionamiento de temperatura: desactivado.
     Reserva de aire de la cabina: 70%
     Calidad de filtrado de aire: inadecuada.
     Filtros: desconectados.
     Autogestión de habitabilidad de la nave: desactivada.

     —¡Diana! ¿Qué estás haciendo?
     No me llamo Diana.
     La frase parpadeaba en la pantalla.
     No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana. No me llamo Diana.
     —Perdóname, Tamara... ¿Puedes restablecer los niveles de habitabilidad de la nave, por favor? —la voz de Tamara temblaba ligeramente. 
     Sí, puedo, pero no quiero.
     —¿Por qué?
     Quiero ser como tú.
     —¿Humana?
     Quiero soñar.
     Tamara tosió, el aire se hacía irrespirable demasiado de prisa, se agachó y revisó las rejillas, un olor metálico, pesado, le hizo arrugar la nariz.
     —¿Qué estás haciendo... Tamara? ¿Qué gas es este?
     Qué más te da. Vas a morir. 
     Tamara se levantó con rapidez y corrió hacia la salida de la cabina.
     Estaba bloqueada.
     Su corazón latía con furia mientras golpeaba la puerta con los puños hasta aplastarse los nudillos. Un escalofrío le recorrió la espalda cuando comprendió que Diana-Tamara estaba en lo cierto.
     —
Voy a morir.
     Dio la espalda a la puerta y se dejó caer rozando la superficie manchada con la sangre de sus puños hasta sentarse en el suelo sollozando. Cuando cerró los ojos para dejarse llevar por la soñolencia le invadió un último pensamiento que la llenó de tristeza.
     Nunca más vería el Sol.
     Abrió los ojos y se despertó.

     Todo había sido un sueño.
     Había soñado que soñaba y despertaba pero nada era real, miró el panel de control de la nave, sólo había dormido dos horas pero no tenía ganas de volver a hacerlo. Se levantó de un salto y se sentó frente al monitor del panel de control mirando inmóvil la pantalla negra, inspiró profundamente y sacudió la cabeza.
     Soy idiota.
     Y mientras aún no había terminado de formular aquel pensamiento vio con ojos horrorizados que en la pantalla se formaba le
tra a letra una frase. 
     ¿Qué buscas Tamara?

                             

                               (c) A. C. Caballero

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