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No quiero olvidar tu nombre

 

No necesito cerrar los ojos para imaginar tu rostro y tu radiante sonrisa de niña traviesa.

Tus ojos… Esos ojos grandes del color de la miel que me atrapan cuando me miran.

Aun me resulta sencillo rememorar el sabor de tus labios en los míos.

Todavía no tengo que esforzarme para sentir el calor de tus abrazos.

A veces voy caminando por la calle bajo la luz de este sol de invierno y pienso en ti.

Sin embargo en ocasiones olvido tu nombre.

En ese maldito instante es como si una sutil neblina aturdiera mis recuerdos y me impidiera recordarlo.

Es aterrador.

¿Cuándo dejaré de recordar tu cara?

¿Cuándo te miraré sin comprender quien eres, sin saber por qué estás frente a mí acariciando mis manos?

Tengo miedo.

No quiero perder tu sonrisa.

No soporto la idea de que tu recuerdo se diluya en mi cerebro como un mal sueño.

Necesito tenerte siempre, gozarte siempre, amarte siempre.

No quiero olvidar tu nombre.

Te veo riendo en el jardín, jugando con los niños, como un ángel maravilloso, llena de luz y de risa.

Tu risa es como una cascada de agua cristalina que se derrama por mi alma atormentada.

Me llenas de vida. Eres mi vida.

Eres mi cielo, mi hogar, mi todo.

Cuando apareciste en mi camino, te conocía de siempre, te había soñado toda la vida.

Sabía que eras tú.

Mi niña, mi amor.

Mi dulce despertar.

No quiero olvidar tu nombre.

Vuelvo a caminar.

Ahora bajo la fría luz de las farolas en la calle desierta, con las manos en los bolsillos, exhalando vaho. Camino concentrado en el sonido de mis pasos y de pronto comprendo que no sé dónde estoy ni adónde voy.

Cuando pasa algún coche solitario, me aturde el ruido y la luz de sus faros me deslumbra y me asusto como un cervatillo desorientado en mitad de la carretera.

Encojo aún más mis hombros y me refugio en el contacto de la piel de mi abrigo. Rozo mi barba mal afeitada contra la bufanda que me regalaste la Navidad pasada, o quizás fuese la anterior.

No consigo recordarlo.

Noto algo caliente que moja mi rostro y deduzco que estoy llorando. La tristeza que me embarga es una sensación casi física, asfixiante.

Veo un edificio conocido y me dirijo a él con paso apresurado. Saco una llave del bolsillo y la introduzco en la cerradura. Giro y cede.

La puerta se abre.

La luz del portal se enciende para mí cuando traspaso el umbral.

El edificio me esperaba.

No quiero subir los dos tramos de escalera que me separan de ti.

Tengo miedo de mirarte y no recordar quién eres.

No quiero olvidar tu nombre.

Estoy sentado en un sillón a la luz del atardecer.

El último rayo de sol juega con las cortinas que oscilan mecidas por la suave brisa. Ya es primavera.

La silenciosa calle devuelve el eco de mis propios pensamientos.

Estoy solo.

No sé dónde estás.

A lo mejor ya te has cansado y has huido de mí. No podría reprochártelo.

Dibujo con los ojos cerrados tu rostro y caigo en un vacío insoportable cuando compruebo que soy incapaz de definir nítidamente tus rasgos.

El miedo atenaza mi garganta, me concentro tanto en sentirlo que apenas entiendo qué fue lo que lo originó.

Estoy tan solo a un instante de perder la cordura de puro pánico.

Entonces, tu silueta salvadora surge desde el balcón abierto de par en par.

Me sonríes y entras de nuevo en mi vida.

Todo vuelve a la normalidad.

Estás a mi lado.

No quiero olvidar tu nombre.

El olor llena la estancia y de repente tu recuerdo me invade, puedo percibirte intensamente en este aroma que surge no sé de dónde y me trae tu presencia.

Busco alrededor y descubro las volutas de humo que escapan perezosas hacia el techo de la habitación. Apenas soy consciente de haber encendido yo mismo la esencia que arde en el quemador.

Este aroma me ha regalado una vez más, quién sabe si la última, tu recuerdo, tu sonrisa, tu voz, tu nombre.

Tu nombre…

Juego a recordar tu nombre y a preguntarme quién eres.

Sonrío en la penumbra mientras sigo observando como el humo se enreda y se desenreda al trasluz en su ascenso juguetón. A medida que sube se hace más difícil distinguirlo y le pierdo la pista.

Me quedo mirando el techo y a las sombras que tiemblan proyectadas en él a la luz de las velas, asemejan horribles figuras danzantes que se esquivan y se unen una y otra vez.

Una y otra vez…

Fascinado por las imágenes pierdo el hilo de mis propios pensamientos y ya no recuerdo que estoy buscando con mi mirada triste y perdida.

Sigo mirando el techo y de repente tu voz me sacude como una explosión de luz y color.

Tu voz es de luz y color.

Igual que tu sonrisa, que me ofrece ese rincón cálido donde me refugio cuando me siento perdido.

Ahora casi todo el tiempo ando perdido y te busco como un asidero.

Me aferro a esa sonrisa con toda mi alma para que no se me escape la poca cordura que me queda como si fuera arena entre mis dedos.

Por eso te amo tanto.

Porque siempre tienes una sonrisa para mí.

No quiero olvidar tu nombre.

Abro los ojos.

Giro mi rostro y te veo, a mi lado, dormida.

La suave luz del amanecer resbala por tu espalda desnuda y parece juguetear con el acompasado ritmo de tu respiración.

El pelo largo, oscuro y revuelto, cae sobre tu hombro.

Acerco la punta de mis dedos y lo aparto delicadamente para descubrirlo.

Te acaricio despacio y noto como se me eriza la piel al sentir tu tibieza en mi mano.

No quiero olvidar tu nombre ni esta sensación que recorre mi alma.

Inspiro con calma y me incorporo para observarte mejor.

La luz del sol sigue creciendo y baña cada vez más osada todo tu cuerpo.

Lentamente comienzo a llorar.

Se me desgarra el alma porque sé que te estoy perdiendo.

Cuando se vaya tu recuerdo moriré enloquecido y entonces sólo me quedarán tu sonrisa y tus caricias.

A veces, como si un latigazo de lucidez me sacudiera de arriba abajo, soy plenamente consciente de lo que está pasando y, ¿Sabes qué vida mía? Creo que he encontrado la salida.

La salida es el final.

Con el final llega el vacío.

La nada.

La muerte.

Aún hay algo peor que la muerte.

Es peor vivir sin comprender, sin entender.

Sin entender que la sonrisa que fuerzas para no derrumbarte y llorar, es el regalo que a cada instante me otorgas.

El tiempo.

El tiempo es un suplicio maldito.

Porque sigue su curso imparable y voy notando como me apago poco a poco a golpe de tictac.

Como me voy perdiendo.

Como te voy perdiendo.

Sigo prefiriendo la nada.

No quiero olvidar tu nombre.

Ahora, sentado frente al teclado, escribo para ti en uno de esos escasos arranques de lucidez que todavía me quedan.

Para que me leas y me recuerdes.

Para que lo entiendas.

Para que sepas que la única razón para vivir eres tú, alma mía.

Sin ti no hay vida.

Sin ti no queda nada.

Mi alma carece de sentido si no te ama.

Y para amarte me es suficiente con recordarte.

Ahora lo he conseguido.

Me llevo tu nombre conmigo para siempre.

(c) A. C. Caballero

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